El régimen de terror [que imperaba en el antiguo Imperio Romano] tenía dos razones. La idea de una oposición al poder, de una leal y legítima «oposición a Su Majestad» era impensable en Roma. Según la concepción romana del poder, del imperium, la colectividad se otorga
un jefe, pero una vez designado el jefe, todo el mundo se calla y obedece: cualquier oposición se asimilaba a la alta traición, y no
sé traicionaba sólo con los actos, sino también con el pensamiento, las
palabras, las conversaciones, con simples gestos e incluso con los
sueños. Ahora bien, para cualquier traición, el único castigo era la pena de muerte; la eliminación física del adversario político era la norma. Esa
es la razón por la cual todo lo que se decía o se escribía acerca de
un emperador mientras reinaba, y de sus enemigos reales o supuestos, era
servil; léase lo que
Veleyo Patérculo escribió para gloria de Tiberio y lo que Valerio Máximo vomitó contra Sejano, enemigo del anterior.
La segunda razón era que había algo podrido en el ambiente senatorial, que no temía ni a Dios ni al Diablo. La aristocracia romana nunca fue civilizada, en ningún sentido: ni tenía miedo a los guardias ni ejercitaba un autocontrol virtuoso. Vivía peligrosamente
y la «agonalidad espontánea» de las clases nobles de la que habla Egon
Flaig
llegaba hasta convertirse en la ley de la selva. Las rivalidades, los
celos, la vigilancia de todos por todos, las denuncias o acusaciones
entre iguales no eran raras. En el siglo V, en el Imperio de Oriente, la
lucha a muerte se intensificará aún más: los sucesivos favoritos de
los príncipes se sucederán matando a su predecesor.
En él Alto Imperio, el arma de estas luchas era la delación. La función del acusador público no existía en Roma, donde, como dice Yann Rivére, el
ciudadano no era un simple gobernado, sino un instrumento del
gobierno, hasta el punto de que la persecución del delincuente era
asunto de todos. Algunas de estas delaciones seguían la tradición republicana de las vendettas familiares, o la de la acusación
de un importante personaje por parte de un joven ambicioso, ávido de
darse a conocer y de entrar en la carrera; para citar a Syme, si
conociéramos mejor esa época, las ambiciones o los odios privados
serían probablemente descubiertos detrás de muchos de esos procesos, que
también eran un medio de enriquecerse, ya que el acusador recibía como recompensa una parte del patrimonio de su víctima.
Cuando el Senado consideraba que el soberano no estaba detrás de los tejemanejes, el arma podía volverse contra el audaz, que se veía condenado en lugar del acusado. Pero cuando estaba en juego la majestad del emperador, aquél era un asunto completamente distinto. Entre los senadores, escribe Egon Flaig, se pueden distinguir dos grupos: la
mayoría de ellos se contentaba con hacer una pequeña carrera y
sobrevivir, mientras que un grupo de ambiciosos se arriesgaba y se
entregaba a una competencia en torno a algo raro de encontrar en
aquel imperio mal administrado, las más
altas dignidades del Estado. Bajo los emperadores «malos», expuestos a
la hostilidad muda de una parte del Senado, aquella rivalidad se
convertía en una guerra a muerte. Entonces empezaba el reinado de la
delación. Tácito evoca las épocas en que «los senadores de más alto
rango [primores Senatus] practicaban la denuncia»; y con razón: era a golpe de denuncias como ellos habían llegado a aquel alto rango.
Habían
prevalecido sobre sus rivales o sobre terceros espiándolos para
encontrar en ellos indicios de hostilidad hacia el emperador; la pasión de acusar se convertía en una plaga pública,
escribe un contemporáneo; se acechaban con bromas inocentes, con las
palabras de la
embriaguez. Después de lo cual se desarrollaba un proceso por lesa
majestad ante el tribunal inquisitorial del emperador en persona o ante
el Senado erigido en tribunal extraordinario; el acusado era condenado
al suplicio o al suicidio, mientras que el denunciante recibía una
parte del patrimonio del condenado y era promovido a una alta
magistratura o a un sacerdocio por el príncipe
al que había demostrado su adhesión. Cuatro senadores de alto rango,
que codiciaban el consulado, honor supremo, se unieron en una especie de
facción para perder a un inocente sin ambición, pero demasiado
confiado, cuya única culpa consistía en haber mantenido una vinculación
sentimental con la memoria de un príncipe imperial difunto, que en otro
tiempo había hecho sombra al emperador reinante.
Para sorprender las conversaciones de este inocente, se escondieron
entre el falso techo de su salón y el tejado.
Habían tomado la provechosa iniciativa de liberar al príncipe de un ser dañino. Sin embargo, otras veces el príncipe tomaba la delantera y pagaba acusaciones de lesa majestad
contratando a su servicio a ambiciosos que se convertían en delatores
profesionales. Cuando uno de aquéllos señalaba a un senador ante el
Senado, los colegas del infortunado comprendían inmediatamente que el
amo estaba detrás y que toda vacilación les
sería fatal. Debemos citar a Tácito: «Con nuestras propias manos hemos
arrastrado a Helvidio a prisión, enviado a Rústico a la muerte y
Seneción nos ha cubierto con su sangre inocente». Durante estos
simulacros de proceso, continúa el historiador, la palidez, la
desesperación de algunos senadores que no sabían recomponer su rostro
les señalaban a los ojos de los delatores; en ese gobierno en el que el
cara a cara físico contaba mucho, saber recomponer un rostro podía ser
capital en los dos sentidos de la palabra. Como vemos, todo el Senado se convertía en cómplice del acusador; se comprende que después de la muerte de un «mal» emperador las depuraciones de los delatores se interrumpieran bruscamente.
Se explica que la delación se convirtiera en una especie de institución. El príncipe necesitaba hombres de confianza y esa confianza era difícil de encontrar. No podía fiarse de nadie; el Senado no quería aconsejarle y estaba compuesto más bien de potenciales rivales que de iguales leales; en cuanto a lo que se denomina con un nombre engañoso la corte imperial, no servía más que para despachar los asuntos corrientes. Ahora bien, incluso el mejor de los príncipes, el propio Antonino Pío, está en situación de amenaza.
Con mucha mayor razón resulta peligrosa la situación de un emperador
si se da aires de amo como Domiciano, si olvida, como Nerón, que un
hombre que ocupa una posición elevada nunca debe gesticular o,
sencillamente, si sus nervios, como los de Tiberio, no soportan la
ambigüedad de su posición. En ese caso necesita rodearse de almas adictas para vigilar a esa nobleza senatorial que no tiene el menor respeto por su legitimidad.
Cómo prenda de su devoción, como prueba de su fidelidad, las almas
adictas inmolan al príncipe víctimas humanas: denuncian a algunos de
sus iguales, a los que envían a la muerte por lesa majestad. Sin
embargo, ya sea
que el emperador utilice la ley de la selva en su provecho, o que se
contente con dejar hacer a las rivalidades, el resultado es el mismo: estas rivalidades acaban por reforzar el poder del jefe, como ocurrirá en el caso del nazismo,
porque la decisión última volvía exclusivamente a la voluntad del amo.
De esta forma se respaldaban mutuamente la ley de la selva entre
ambiciosos, la suspicacia del príncipe y el poder personal.
Tal era la psicología política de las clases dirigentes y gobernantes; bajo la almidonada toga de la contabulatio, los
nobles tenían un alma aventurera e inestable, desprovista de la
fidelidad, de la gravedad y, del patriotismo que la leyenda atribuye a
los romanos. Su psicología era más superficial: «¡Cómo tienta el trono a un corazón ambicioso!», dice un verso de Bajazet. La explicación se quedaría un poco corta si no se añadiera esto: esta ambición sin fe ni ley y a menudo quimérica se
había hecho posible por el carácter poco estructurado de la sociedad romana [ECONOMÍA DE PRESTIGIO],
que era un terreno sin muchos obstáculos. La nobleza senatorial estaba
jerarquizada por grados de honores, por el rango de cada uno (consular,
pretoriano, etcétera), pero ninguna otra cosa impedía a las ambiciones
nacer y crecer: ni el sentido del «bien público» y de la legalidad, ni
la ética religiosa, ni las instituciones eclesiásticas, ni el respeto
dinástico, ni los partidos políticos, ni la pesada burocracia, ni la
tradición ministerial del servicio público, ni los cuadros
profesionales, ni las estrechas redes económicas. La
política romana tenía
un fuerte sentido de la autoridad, y aunque era muy hábil, tolerante,
muy poco proselitista, a su vez también era una política arcaica,
impulsiva, poco racionalizada. [ESCASO DESARROLLO POR CONSIGUIENTE DE LA ECONOMÍA DE MERCADO]
P. VEYNE, "¿Qué era un emperador romano?", en El Imperio grecorromano, Ed. Akal, Tres Cantos, 2009, pp. 34-37.
NOTA: Estudiar historiando implica abandonar el pensamiento Picapiedras,
que consiste básicamente en ver un momento con la mentalidad de otro
distinto. La prehistoria no debió ser como el mundo que habitaban Pedro
Picapiedra y Pablo Mármol, que responde a la mentalidad norteamericana
de los años 60 del pasado siglo. Puede ser entretenido, pero no responde
a planteamientos históricos, donde no se contempla ni el bien ni el
mal, que no pertenecen al campo de la ciencia.
Saludos
Genaro Chic García
http://www.genarochic.tk
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¿Y qué es peor que una crítica? - La crítica constructiva. La gente nunca te lo perdonará (Eliyahu M. Goldratt, La meta, Madrid, 1993, p. 251)