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El régimen de terror en el Estado totalitario romano

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Genaro Chic Garcia

<genarochic@yahoo.es>
Archivos adjuntos 29 de enero de 2011 09:44
Para: "“Pablo Rodríguez Alberich\"" <fearuth@gmail.com>
 

            El régimen de terror [que imperaba en el antiguo Imperio Romano] tenía dos razones. La idea de una oposición al poder, de una leal y legítima «oposición a Su Majestad» era impensa­ble en Roma. Según la concepción romana del poder, del imperium, la colectividad se otorga un jefe, pero una vez designado el jefe, todo el mundo se calla y obedece: cualquier oposición se asimilaba a la alta traición, y no sé traicionaba sólo con los actos, sino también con el pensamiento, las palabras, las conversaciones, con simples gestos e incluso con los sueños. Ahora bien, para cualquier traición, el úni­co castigo era la pena de muerte; la eliminación física del adversario político era la norma. Esa es la razón por la cual todo lo que se de­cía o se escribía acerca de un emperador mientras reinaba, y de sus enemigos reales o supuestos, era servil; léase lo que Veleyo Patérculo escribió para gloria de Tiberio y lo que Valerio Máximo vomitó con­tra Sejano, enemigo del anterior.

 

            La segunda razón era que había algo podrido en el ambiente sena­torial, que no temía ni a Dios ni al Diablo. La aristocracia romana nunca fue civilizada, en ningún sentido: ni tenía miedo a los guardias ni ejercitaba un autocontrol virtuoso. Vivía peligrosamente y la «agonalidad espontánea» de las clases nobles de la que habla Egon Flaig lle­gaba hasta convertirse en la ley de la selva. Las rivalidades, los celos, la vigilancia de todos por todos, las denuncias o acusaciones entre iguales no eran raras. En el siglo V, en el Imperio de Oriente, la lucha a muer­te se intensificará aún más: los sucesivos favoritos de los príncipes se sucederán matando a su predecesor.

 

            En él Alto Imperio, el arma de estas luchas era la delación. La fun­ción del acusador público no existía en Roma, donde, como dice Yann Rivére, el ciudadano no era un simple gobernado, sino un instrumen­to del gobierno, hasta el punto de que la persecución del delincuente era asunto de todos. Algunas de estas delaciones seguían la tradición republicana de las vendettas familiares, o la de la acusación de un importante personaje por parte de un joven ambicioso, ávido de darse a conocer y de entrar en la carrera; para citar a Syme, si cono­ciéramos mejor esa época, las ambiciones o los odios privados serían probablemente descubiertos detrás de muchos de esos procesos, que también eran un medio de enriquecerse, ya que el acusador recibía como recompensa una parte del patrimonio de su víctima.

 

            Cuando el Senado consideraba que el soberano no estaba detrás de los tejemanejes, el arma podía volverse contra el audaz, que se veía condenado en lugar del acusado. Pero cuando estaba en juego la ma­jestad del emperador, aquél era un asunto completamente distinto. En­tre los senadores, escribe Egon Flaig, se pueden distinguir dos gru­pos: la mayoría de ellos se contentaba con hacer una pequeña carrera y sobrevivir, mientras que un grupo de ambiciosos se arriesgaba y se entregaba a una competencia en torno a algo raro de encontrar en aquel imperio mal administrado, las más altas dignidades del Estado. Bajo los emperadores «malos», expuestos a la hostilidad muda de una parte del Senado, aquella rivalidad se convertía en una guerra a muerte. En­tonces empezaba el reinado de la delación. Tácito evoca las épocas en que «los senadores de más alto rango [primores Senatus] practica­ban la denuncia»; y con razón: era a golpe de denuncias como ellos habían llegado a aquel alto rango.

 

            Habían prevalecido sobre sus rivales o sobre terceros espiándolos para encontrar en ellos indicios de hostilidad hacia el emperador; la pasión de acusar se convertía en una plaga pública, escribe un contemporáneo; se acechaban con bromas inocentes, con las palabras de la embriaguez. Después de lo cual se desarrollaba un proceso por lesa majestad ante el tribunal inquisitorial del emperador en persona o ante el Senado erigido en tribunal extraordinario; el acusado era condenado al suplicio o al sui­cidio, mientras que el denunciante recibía una parte del patrimonio del condenado y era promovido a una alta magistratura o a un sacerdocio por el príncipe al que había demostrado su adhesión. Cuatro senadores de alto rango, que codiciaban el consulado, honor supremo, se unieron en una especie de facción para perder a un inocente sin ambición, pero demasiado confiado, cuya única culpa consistía en haber mantenido una vinculación sentimental con la memoria de un príncipe imperial difunto, que en otro tiempo había hecho sombra al emperador reinante. Para sor­prender las conversaciones de este inocente, se escondieron entre el fal­so techo de su salón y el tejado.

 

            Habían tomado la provechosa iniciativa de liberar al príncipe de un ser dañino. Sin embargo, otras veces el príncipe tomaba la delantera y pagaba acusaciones de lesa majestad contratando a su servicio a ambi­ciosos que se convertían en delatores profesionales. Cuando uno de aquéllos señalaba a un senador ante el Senado, los colegas del infortu­nado comprendían inmediatamente que el amo estaba detrás y que toda vacilación les sería fatal. Debemos citar a Tácito: «Con nuestras propias manos hemos arrastrado a Helvidio a prisión, enviado a Rústico a la muerte y Seneción nos ha cubierto con su sangre inocente». Durante es­tos simulacros de proceso, continúa el historiador, la palidez, la deses­peración de algunos senadores que no sabían recomponer su rostro les señalaban a los ojos de los delatores; en ese gobierno en el que el cara a cara físico contaba mucho, saber recomponer un rostro podía ser ca­pital en los dos sentidos de la palabra. Como vemos, todo el Senado se convertía en cómplice del acusador; se comprende que después de la muerte de un «mal» emperador las depuraciones de los delatores se in­terrumpieran bruscamente.

 

            Se explica que la delación se convirtiera en una especie de institu­ción. El príncipe necesitaba hombres de confianza y esa confianza era di­fícil de encontrar. No podía fiarse de nadie; el Senado no quería aconsejarle y estaba compuesto más bien de potenciales rivales que de iguales leales; en cuanto a lo que se denomina con un nombre engañoso la cor­te imperial, no servía más que para despachar los asuntos corrientes. Aho­ra bien, incluso el mejor de los príncipes, el propio Antonino Pío, está en situación de amenaza. Con mucha mayor razón resulta peligrosa la si­tuación de un emperador si se da aires de amo como Domiciano, si ol­vida, como Nerón, que un hombre que ocupa una posición elevada nun­ca debe gesticular o, sencillamente, si sus nervios, como los de Tiberio, no soportan la ambigüedad de su posición. En ese caso necesita rodear­se de almas adictas para vigilar a esa nobleza senatorial que no tiene el menor respeto por su legitimidad. Cómo prenda de su devoción, como prueba de su fidelidad, las almas adictas inmolan al príncipe víctimas hu­manas: denuncian a algunos de sus iguales, a los que envían a la muerte por lesa majestad. Sin embargo, ya sea que el emperador utilice la ley de la selva en su provecho, o que se contente con dejar hacer a las rivalida­des, el resultado es el mismo: estas rivalidades acaban por reforzar el po­der del jefe, como ocurrirá en el caso del nazismo, porque la decisión úl­tima volvía exclusivamente a la voluntad del amo. De esta forma se respaldaban mutuamente la ley de la selva entre ambiciosos, la suspica­cia del príncipe y el poder personal.

 

            Tal era la psicología política de las clases dirigentes y gobernantes; bajo la almidonada toga de la contabulatio, los nobles tenían un alma aventurera e inestable, desprovista de la fidelidad, de la gravedad y, del patriotismo que la leyenda atribuye a los romanos. Su psicología era más superficial: «¡Cómo tienta el trono a un corazón ambicioso!», dice un verso de Bajazet. La explicación se quedaría un poco corta si no se aña­diera esto: esta ambición sin fe ni ley y a menudo quimérica se había he­cho posible por el carácter poco estructurado de la sociedad romana [ECONOMÍA DE PRESTIGIO], que era un terreno sin muchos obstáculos. La nobleza senatorial estaba je­rarquizada por grados de honores, por el rango de cada uno (consular, pretoriano, etcétera), pero ninguna otra cosa impedía a las ambiciones na­cer y crecer: ni el sentido del «bien público» y de la legalidad, ni la ética religiosa, ni las instituciones eclesiásticas, ni el respeto dinástico, ni los partidos políticos, ni la pesada burocracia, ni la tradición ministerial del servicio público, ni los cuadros profesionales, ni las estrechas redes económicas. La política romana tenía un fuerte sentido de la autoridad, y aunque era muy hábil, tolerante, muy poco proselitista, a su vez también era una política arcaica, impulsiva, poco racionalizada. [ESCASO DESARROLLO POR CONSIGUIENTE DE LA ECONOMÍA DE MERCADO]

 

            P. VEYNE, "¿Qué era un emperador romano?",  en El Imperio grecorromano, Ed. Akal, Tres Cantos, 2009, pp. 34-37.

            NOTA: Estudiar historiando implica abandonar el pensamiento Picapiedras, que consiste básicamente en ver un momento con la mentalidad de otro distinto. La prehistoria no debió ser como el mundo que habitaban Pedro Picapiedra y Pablo Mármol, que responde a la mentalidad norteamericana de los años 60 del pasado siglo. Puede ser entretenido, pero no responde a planteamientos históricos, donde no se contempla ni el bien ni el mal, que no pertenecen al campo de la ciencia.

 

Saludos

 

Genaro Chic García

http://www.genarochic.tk


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